martes, 29 de diciembre de 2009

Un evento decembrino

“You're a mean one, Mr. Grinch.
You really are a heel.
You're as cuddly as a cactus,
You're as charming as an eel.
Mr. Grinch”

Dr Seuss

Entro al salón y me dirijo inmediatamente al único lugar posible para mí: Al lado del sifón donde se sirve la cerveza. El tamaño de los tragos es generoso, una señal auspiciosa. Una canción repite como un sonsonete la misma frase una y otra vez: ‘María la bollera, María la bollera’. ¿Qué mierda de letras son esas? ¿Por qué no dicen algo mas, como ‘Los bollos están ricos y calienticos’? Estos sujetos necesitan urgente un curso de escritura de liricas con Roger Waters o con Steve Wilson. Apuro la cerveza y pido otra. No podía faltar la otra cancioncita: ‘Amparito, Amparito …’ Por alguna deplorable razón que escapa a mi comprensión, la música producida por los hijos de la tierra del sol amada ha monopolizado el gusto y los usos musicales en las fiestas decembrinas de este país. En cambio yo, independientemente del mes del año en que estemos, prefiero la música producida en tierras menos soleadas, más sombrías. De hecho, el 65% de la música que escucho es producida por los hijos de la no tan pérfida Albión [1]. ¿No habrá una cancioncita de Porcupine Tree o de Jethro Tull en esa rockola? Empino el codo y me acabo la segunda cerveza. Ponen un reggaetón o algo parecido, y sorprendentemente todos se saben la letra y la corean. Parte de la insulsa letra habla de unos fulanos llamados Chino y Nacho. Voy a anotar esos nombres en una panela de hielo como recordatorio, para luego ir a comprar el disco (¡Jo!). Una chica de muy buen ver, vestida con un pantalón blanco y una blusa marrón semi-transparente, se contorsiona en el baile. A ella en realidad si le queda bien bailar el reggaetón o cualquiera de esos deleznables ritmos. Otra chica, también de buen ver y además provista de unas gemelas de dimensiones no despreciables, se lanza a la arena. Sus contorsiones entusiasman a la audiencia, incluyéndome. A continuación comienza la inevitable sección de merengue dominicano. Todos se ven muy felices, todos están muy sonrientes. ¿Quiénes son estas personas? ¿Por qué carajo están tan felices? ¿Por qué? ¿Cuál es su secreto? Quizás el alcohol me ayude a entender. Empujo el resto de la cerveza por mi garganta y pido otra.

No, no, por favor, eso no: Es Olga Tañon al ataque. Esto es demasiado, es realmente intolerable para mí, y me salgo del salón. Luego de orinar, me siento a navegar por Internet para descansar un poco de la agresión sónica. Alguien me ve sentado en la computadora y me increpa, reclamándome que vuelva a la fiesta. Prometo regresar en un rato. Se me acaba la cerveza, y regreso de nuevo al salón. Inevitablemente regreso a mi esquina feliz, el único lugar posible para mí. Pido otra cerveza y me la trago en 30 segundos. Voy a orinar. Luego, pido otra cerveza. Comienza la sección de salsa, y varias parejas se animan a bailar. De pronto, un joven entra en una especie de frenesí incontrolable, y comienza a dar unos brincos y unas vueltas extrañísimos. Parece un derviche de la Anatolia en uno de sus arrebatos místicos. Aunque pensándolo bien, más bien parecía que unos bachacos le estaban picando en los testículos. Desde la esquina opuesta, unas personas me miran fijamente. Se por que lo hacen, y me incomodan sobremanera. En ese momento, hubiera querido ser el hombre invisible. Sin embargo, todo sea por unas cervezas gratis. Empujo el resto de la cerveza y pido otra. Voy a orinar por tercera vez y regreso. La cebada fermentada empieza a subirme a la cabeza, y me entran ideas tales como el patearle el culo al guevon ese de la gorra azul que está parado frente a mí, y estamparlo de la pared de enfrente. Como es lo usual, yo mismo me controlo: Tranquilo, tranquilo, estamos en una fiesta de navidad. Tú sabes, paz y amor y todas esas pendejadas. Desde mi esquina, soy como el Grinch escuchando desde su montaña los villancicos del pueblo. Simplemente, no entiendo, no pertenezco [2]. Sigo escrutando a estas personas: Parece que se tienen mucha confianza, parece que se conocen muy bien. Estas gentes se tienen aprecio mutuo, lo cual es loable, e inclusive se necesitan el uno al otro. ¡Hasta se ponen tristes si nadie los llama al celular en dos semanas! Si pasan seis meses sin una novia o sin tener sexo, se quieren cortar las venas. Son increíblemente débiles. No conocen la disciplina, el temple, la rigurosidad del estoicismo. Si alguna vez yo fui así, las implacables arenas del tiempo se encargaron de borrar el recuerdo, o quizás, como dijo una poetisa cubana, ‘Los perros devoraron mi memoria’. Quizás la verdad sea que he pasado demasiado tiempo viviendo absorto dentro de mi mismo, y me he vuelto un ser semi-salvaje, totalmente inoperante para las relaciones sociales [3].

Luego de orinar, regreso de nuevo, pero esta vez me ubico en otra esquina para probar unos pasapalos. Están buenos, pero le quitan espacio a las cervezas que me todavía me faltan por tomar. En ese momento, noto que aparentemente comenzó la hora de las fotos. Alguien toma fotos frente a mí, y me aparto para no salir. Entonces veo que accidentalmente estoy en el marco de otra foto que están por tomar, y me aparto rápidamente. Como están tomando muchas fotos por esa zona, decido regresar a mi esquina feliz. Alguna vez leí sobre los hombres de una tribu de Borneo que no dejaban que les tomaran fotografías bajo ningún concepto, porque pensaban que de esa manera, les iban a robar las almas. Yo no quiero que se roben ni el más mínimo pedazo de mi alma. Además, no quiero que luego de un tiempo me vean colado en una de sus fotos, y me dediquen alguna de sus conocidas perlas. Aun en ausencia, no quiero que nadie me joda ni me degrade. Ponen otro infame reggaetón (valga la redundancia), que habla de una chica sexy y de un hacha, y todo el mundo canta la canción de marras. La fiesta está en su punto álgido, todos cantan y gritan, en una especie de arrebato colectivo. Supongo que son los efectos del alcohol en sus cabezas, pero de nuevo, nadie ha bebido más que yo, que observo impávido la escena. ¿Quiénes son estas personas? ¿Y por qué carajo se ríen tanto? ¿Por qué? La chica sexy del pantalón blanco inadvertidamente se acerca mientras baila un reggaeton. Veo su espaldita descubierta, y veo las pequitas en su espaldita. Oh, las pequitas, las pequitas. Tengo una debilidad por las pecas. Lástima que la perfidia de esta chica sea comparable a la de Salomé. Esa espaldita inevitable y fatalmente me hace recordar aquella otra espaldita, un poco más pecosita, oriunda de Los Teques, hace unos cinco años. Hubiera dado la vida por besar esa espaldita. ¡Oh, los insondables océanos de la frustración! Empujo el resto de la cerveza y pido otra. A las 4:15 PM, el colega que todos los viernes va a Valencia y me da el aventón hasta La Victoria, me avisa que hora de partir: ‘Vámonos pa’l coño ya, borracho que se despide no quiere irse’. Enhorabuena. De hecho, no necesito despedirme de nadie. Seria una toda una extrañeza dado el estado de las cosas, un verdadero exabrupto. Empujo el resto de la cerveza y salgo a buscar el bolso con la ropa sucia de la semana. He sobrevivido a otra fiesta de fin de año.

Notas:

[1] Me resulta intolerable la noción de que se pueda llamar pérfida a la nación de William Blake y de Keats, de Thomas de Quincey y de Conan Doyle, de Isaac Newton y de Francis Bacon, de Bertrand Russell y de George Orwell, del Duque de Wellington y de Winston Churchill, de Los Beatles y de Led Zeppelin, de Pink Floyd y de Genesis. No hay país en el orbe que yo admire más, y que represente de manera más definitiva el esplendor y la gloria de Occidente. Mucho me temo que la autoría de tan infeliz mote solo nos hable de la propia perfidia de Bonaparte.

[2] Que el lector desprevenido no piense que esta sensación de no pertenencia, de este sentido de la otredad solo me ha ocurrido en ese sitio. Lo mismo me ocurre en una calle de La Victoria, en un bar de Toronto, en un tranvía de la ruta 2 de Rotterdam, en un estadio en Santiago, en un restaurant en Caracas, en el Hauptbanhoff de Berlín, en una playa de Margarita. La única patria que conozco es mi familia. Quizás también me sienta a mis anchas en el parque nacional La Gran Sabana, provisto que no haya molestos turistas a 10 Km. a la redonda.

[3] Leyendo un poemario bilingüe de Rafael Cadenas, salido recientemente al mercado, me he topado con cierto poema. Me he permitido hacer una cita parcial de dicho poema, que quizás venga al caso:

“Yo no era el mismo. Reiterados fracasos me habían herrado en la frente. Olvide el idioma. Me sentía inapto para el amor. La implacable angustia ceñía mi respiración. Mis propensiones fecundas estaban anuladas por intermitentes tormentas de nieve. Me había tornado primitivo, inextricable y perverso como un niño. Conformaba mis actos con ceremonias simples, igual que un salvaje. Era silencioso como un piloto. Y cual traficante, había abolido la confianza. Mis restos se apilaban como los colores entre tornados que nadie podía conjurar. Yo era el guardián de mi propia desgracia.”
Rafael Cadenas, Los Cuadernos del destierro.