jueves, 2 de octubre de 2008
Un atroz ejercicio de imaginación.
Imagínense a una señora con un collar de explosivos fijado alrededor de su cuello. Imaginen su terrible miedo, su horror ante una cruel e inminente muerte. Imaginen ahora que los captores, en un vil engaño, le hacen creer a la victima y a su esposo que ella será liberada de su terrible trance. Imaginen que durante el momento de la entrega, hacen detonar la carga explosiva y le vuelan la cabeza a la señora, en presencia de su esposo y de las cámaras. Imaginen el cadáver decapitado, los restos del cráneo esparcidos en el suelo.
Imaginen ahora ocho infantes de la marina venezolana amarrados de la espalda en Cararabo, un remoto puesto fronterizo entre Venezuela y Colombia. Imaginen ahora que uno a uno les hacen un corte transversal en la garganta, les meten la mano por el agujero hecho en el cuello, y les halan la lengua, de tal manera que esta quede colgando del pecho a manera de grotesca corbata. Imaginen que cuando les hicieron eso, estaban con vida. Imaginen que eran unos simples reclutas, muchachos provenientes de las clases populares. Imaginen que solo tenían entre 18 y 21 años.
Imaginen ahora que al responsable de estas dos atrocidades puntuales y de mil barbaridades más, un viejo criminal que al que le gustaba tener una toalla amarillenta colgada del hombro, un tal ‘Tiro Fijo’, se le hace una estatua en la parroquia del 23 de Enero de Caracas. Imaginen que sentirán en Colombia y también en Venezuela las victimas de secuestros y de los carros bomba, los mutilados por las minas sembradas en el campo, los deudos de los asesinados. Imaginen que el dinero del estado Venezolano se gastó en esta estatua. Imaginen que hasta un rojo alcalde estuvo en la develación de la estatua. Imaginen lo inimaginable, imaginen que nada de esto es imaginación.
Piensen en esta vergonzosa certeza cuando vayan a su cama hoy.